22.11.11

Filosofía, ciencia e ideología (y II)



(Primera Parte)

2) El neopositivismo. (también llamado empirismo o positivismo lógico)

Una de las escuelas que mayor auge, desarrollo y aceptación ha experimentado en el marco de la filosofía contemporánea es el neopositivismo o positivismo lógico. Se trata de una corriente fundamentalmente de origen anglosajón y austriaco, no en vano fue en la capital de este último país donde se generó el germen de tal nueva postura filosófica, y que cristalizaría en el llamado Círculo de Viena, englobando a las grandes figuras del mismo (M. Schlick, R. Carpap, O. Neurath, Tarski, etc.) y en el que, como miembros honoríficos, destacaron A. Einstein, B. Russell o L. Wittgenstein.

El neopositivismo, basándose en la primera obra magna de éste último, el Tractatus Logico-Philosophicus, partía de entender que los enunciados del lenguaje deben ser o analíticos o sintéticos, pero no ambas cosas a la vez (ver nuestra nota al respecto). En uno de carácter analítico se puede establecer su verdad recurriendo a la lógica o a la matemática, pero para los sintéticos (que brindan información nueva), cabe hallar un criterio que facilite establecer cuáles nos dicen algo auténticamente cierto del mundo experimentado o de la realidad. Ese criterio tomó el nombre de principio de verificación. Para que fuera factible emplear dicho principio, sin embargo, la filosofía debía seguir el método científico, pero la filosofía no es una ciencia, sino un método que se aplica a las ciencias particulares con el fin de eliminar oscuridades y expresiones que no contengan la necesaria relación con el mundo empírico. Como dijo Schlick, la filosofía era “aquella actividad mediante la cual se fija o se descubre el significado de los enunciados. La filosofía explica las proposiciones; las ciencias las verifican”; a fin de cuentas, afirmaba el neopositivismo, la filosofía carecía de campo propio de estudio, porque la realidad empírica la estudiaba la ciencia, y la parte no empírica de esa realidad (la metafísica) era un ámbito del que no podía obtenerse conocimiento objetivo ninguno. Las afirmaciones y proposiciones metafísicas se veían como meras pseudoproposiciones (ver texto); la intuición poco valor tenía; había que reemplazarla por la formalización. La idea, pues, era poner en claro el significado de palabras y enunciados, mostrando y eliminando los que carecen de significado. La filosofía se limitaba, por consiguiente, a explicar, dar cuenta de las proposiciones ya existentes.

De ahí la importancia del lenguaje en este tipo de filosofía: él es el principal objeto de estudio. Todo problema filosófico, de hecho, no es más que un problema sintáctico: puede ser un problema resuelto o irresuelto, mas no irresoluble. Como nos dice Jose Luis Abellán en su libro "Mito y Cultura", en el neopositivismo “desaparece la categoría de problema irresoluble, que alude, bien a un problema mal planteado (sintácticamente erróneo), bien a un misterio metafísico (del que nada sabemos y del que, por tanto, es inútil hablar)”.

Lo que puede verse es que el neopositivismo se convierte en una reflexión sobre la ciencia, en una filosofía de la ciencia, pero se hallan dispares opiniones dentro de la misma (por ejemplo, sobre cómo alcanzar la supuesta unidad de las ciencias, un axioma muy ansiosamente proclamado pero nunca logrado) y ciertos problemas relacionados con la verdad y el papel de la metafísica que han terminado por resurgir (es el caso de Carnap, como escribe Abellán, quien “se ha visto envuelto en problemas irresolubles para escapar a un solipsismo en el que parece irresolublemente apresado”), con lo que la fiabilidad o la confianza depositada en este sistema filosófico ha perdido, al parecer, algo de fuerza.

Sin embargo, socialmente no es así. El prestigio de la ciencia es enorme, y se incrementa a pasos agigantados. Un ejemplo muy actual y curioso del poder de la ciencia y del método científico es la cancelación de un curso de postgrado en la Universidad de Lleida, debido a la denuncia por parte de un grupo de bloggers defensores del pensamiento racional y opuesto a que su contenido, basado en temáticas y disciplinas científicamente muy cuestionables, tuviera un grado académico reconocido aun careciendo de todo rigor racional. ¿Debe permitirse que haya postgrados como tales? ¿Tiene potestad la ciencia (o la voz de la ciencia mediante sus intermediarios, sean o no directamente científicos) para acusar y señalar lo que debe (o no) enseñarse en las clases? ¿Es útil para la sociedad la existencia de este tipo de cursos, beneficia la pluralidad o no es más que negocio con un paupérrimo trasfondo cultural? Se trata de un debate muy interesante, sin duda...

Volviendo a nuestro tema, Abellán se pregunta por el significado social que el predominio neopositivista posee en nuestra cultura. ¿Podemos (¿o debemos?) limitar nuestra atención al mundo de los símbolos, de los signos, de la formalización lógica o la representación sintáctica? ¿Es ése todo nuestro mundo, puede la filosofía reducirse a la explicar o clarificar enunciados, o posee una hondura muy otra, que no puede nunca dejar de lado la entraña social y el sentido humano? Escribe Abellán: “La ‘situación significativa’ sólo puede entenderse de un modo completo en un contexto social como relación comunicativa entre hombres. En otro caso el lenguaje tiende a independizarse del pensamiento convirtiéndose en una zona autónoma regida por leyes propias que hacen del lenguaje formalizado algo ajeno al lenguaje de la convivencia normal”. En este punto no podemos más que estar completamente de acuerdo.

Otra objeción, tal vez aún más relevante que la anterior, es la ausencia en el empirismo lógico de ideología social. Al equiparar la filosofía al estudio del lenguaje, se la despoja de toda misión en el análisis de los problemas sociales urgentes y que precisan de atención reflexiva y crítica. Los filósofos ya no son “buscadores de la sabiduría”, amigos del saber, sino técnicos especializados en tareas lógicas específicas y complejas que, en sus facultades y departamentos, se encierran y “huyen” de la realidad para centrarse en sus análisis sintácticos abstractos alejados por completo del trajín y el devenir social.

Casi es innecesario añadir a quién beneficia tal actitud, y el cariz ideológico que asume a pesar, o mejor dicho, precisamente por su falta de ideología. Con claridad nos lo perfila Abellán: “La falta de ideología de la filosofía la convierte en auténtica defensora del orden social establecido. La filosofía se ha integrado dentro del orden burgués y los filósofos son indirectos defensores del capitalismo, no sólo en cuanto no hacen nada para variar las estructuras sociales, sino en cuanto reciben dinero del capital y son, por ello, en alguna medida, sus asalariados”. Son ellos, por tanto, quienes tratan de evitar la crítica, el juicio fiero, a la sociedad burguesa, aun siendo quienes más deberían instigar a que tal crítica hiciese mella y fuera el caldo de cultivo para el cambio y la mejora social.

3) El marxismo.

Como ya hemos visto en una serie anterior de notas los postulados e ideas básicas de la doctrina marxista, no las repetiremos aquí. Sí, por el contrario, dejaremos rápida constancia de que, si hay alguna filosofía o corriente filosófica (ya dijimos, y si no lo hacemos ahora, que el marxismo, aunque la incluya como sustento fundamental, es mucho más que una filosofía: sus referencias políticas y sociales son absolutamente insoslayables...) con un profundo desarrollo ideológico, probablemente no haya otra mejor que el marxismo.

El marxismo es, sin duda, una ideología, cuyo propósito es el de acabar con otra, la ideología dominante, en este caso el liderazgo social de la burguesía. El marxismo, nos decía Abellán hace cuarenta años, “constituye una auténtica ideología social de nuestro tiempo; y aún la más adecuada a los problemas que la sociedad industrial nos plantea”. Eso sí, concede Abellán, los grandes líderes marxistas (Lenin, Stalin, Mao-Tse-Tung, Trotski) han sido de todo punto incapaces de equiparar el marxismo, ponerlo al día, en relación con la evolución occidental de su modo de vida. El desarrollo intelectual marxista ha fracasado, ya que esos mismos líderes han dejado al margen puntos importantes de la perspectiva marxista, o han acabado corrompidos por el poder político, con consecuencias nefastas para el proletariado y las gentes más necesitadas de protección y libertad, sujetos a los que, de inicio, se dirigían las proclamas marxistas.

El marxismo, así, ha perdido su credibilidad, su función, y hasta su finalidad, al haber unido los cargos políticos corruptos, traicionando una revolución (para usar el título de la obra de Trotski) que aspiraba a la erradicación de toda jerarquía, con la ideología y ha terminado por convertirse en una organización estratificada y monolítica, casi “una iglesia secularizada”, según Abellán, precisamente aquello que trataba por todos los medios de eludir.

La diferencia básica del marxismo respecto al neopositivismo es que aquel constituye una ideología marcadamente social, pero cuyo contenido es discutible, a veces hasta muy discutible, desde la óptica científica. Para ejemplo de ello, de ideas marxistas carentes de fundamento (y hasta de sentido) empírico y racional, cita Abellán la creencia de que un cambio de las estructuras socio-económicas modificaría “la actitud entera del hombre ante la sociedad, y la de que el triunfo del proletariado produciría como consecuencia inmediata la sociedad sin clases”, hechos que “obedecen a una visión mística de la dialéctica social” y en absoluto aplicables a esa misma realidad social.

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La conclusión a la que llega Abellán después de examinar estas tres corrientes de pensamiento: existencialismo, neopositivismo y marxismo (y que nosotros, aquí, apenas hemos delimitado; es posible que hagamos un análisis más detallado de la diversidad de posturas filosóficas contemporáneas en una serie futura de notas) es clara: hay necesidad de ciencia y de ideología, aunque ambas parezcan contradictorias o incompatibles. Porque, “sin ciencia, careceríamos del necesario sentido de seguridad y de previsión en nuestros conocimientos”; pero, sin ideología, “faltaría la orientación precisa, el plan a seguir, y la conducta humana quedaría falta de sentido”. Y la actividad que debe permitir la coexistencia, sin autodestrucción, de esa visión completa tal del mundo y del hombre asentada en la ciencia y en la ideología, no es otra que la filosofía. Ella, nos dice Abellán, “tiene la función de orientar los acontecimientos mundiales y dar sentido a la vida de los hombres”. Pero, en esa función, debe velar por los intereses de la clase media, no de la burguesía, ni la de las elites intelecuales, para “crear una sociedad de trabajadores, en comunidad de derechos y deberes”. De lo contrario, la filosofía degenerará en un quehacer de especialistas dedicados a tareas que en nada afectan al hombre social, en cuyas “cátedras y seminarios, imitarán las sutilezas escolásticas de los monjes medievales”.

¿Hemos llegado a ese extremo? ¿Está más cerca hoy la filosofía de las personas, de lo que les importa y que confiere sentido a sus vidas, o ha perdido terreno engalanándose con estudios fútiles de filosofía del lenguaje que no conducen a la liberación humana, ni a su avance como entidades racionales y emocionales que viven en común y a las que, por tanto, les espera un destino igualmente colectivo y unitario?

Ni la ciencia ni la ideología proporcionan, por sí mismas, el espectro de exigencias en cualquier concepción acabada y diversa del hombre que se haga. La función de la filosofía está en unir ambos extremos, ambos cabos apartados, mediante un nudo fuerte y duradero, y en examinar la realidad social, emocional y cultural del ser humano con el propósito de lograr, o al menos de facilitar, su vida en este planeta. Una tarea compleja, desde luego, pero necesaria y, creemos, posible para esa forma de pensamiento y acción que entiende (o puede entender) cuál es el papel y las necesidades del hombre, y que, por suerte, aletea mucho más alto de lo que la mera ciencia o la simple ideología puede alcanzar.