"La raíz última de la concepción del mundo es la vida. La vida se halla presente a nuestro saber en formas innumerables y muestra, sin embargo, por doquier los mismos rasgos comunes. Se extiende por la tierra en incontables manifestaciones singulares, es revivida de nuevo en cada individuo, y aunque se sustrae a la observación, como mero momento que es del presente, es retenida, sin embargo, en el eco del recuerdo y, por otra parte, puede ser abarcada en toda su hondura por medio de la comprensión y de la interpretación a medida que se objetiva en sus manifestaciones exteriores, lo mismo que puede serlo al percatarnos de la vivencia propia. No explico, no divido, no hago sino describir la realidad que cada quien puede observar en sí mismo. Cada pensamiento, cada acción interna o exterior emerge como la pauta de algo complicado y puja hacia adelante. Pero también experimento un sosiego íntimo; es un sueño, un juego, una diversión, una contemplación, una animación ligera, como un subfondo de la vida. En ella no considero otros hombres y cosas como meras realidades que se hallan en una conexión causal conmigo y entre sí, sino que de mí parten hilos vitales, me «comporto» con hombres y cosas, tomo posición frente a ellos, cumplo con sus exigencias y espero algo de ellos. De entre ellos algunos me hacen feliz, ensanchan mi existencia, acrecientan mi fuerza, otros me deprimen y angostan. Y siempre que el empuje concreto hacia adelante le deja al hombre lugar para ello, percibe y siente esta clase de relaciones. El amigo es para él una fuerza que potencia su propia existencia, cada miembro de su familia ocupa un lugar en su vida y todo lo que le rodea es comprendido por él como vida y espíritu que se ha objetivado de esa manera. El banco junto a la puerta, el árbol umbroso, la casa y el jardín encuentran su ser y su significado en esta objetivación. Así, la vida se crea en torno a cada individuo su propio mundo."
Wilhelm Dilthey, "Teoría de las concepciones del mundo", FCE.
Una aproximación sencilla al interés humano por la historia del pensamiento, la ética y la metafísica
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20.2.09
La Mayéutica de Sócrates
Se cuenta que una voz interior, una especie de daimon (o duende que sirve de enlace entre el mundo divino y el humano), fue el que llevó a Sócrates (470-399 A. de Cristo) a erigirse en formador intelectual y moral de las calles atenienses. Su intención era poner a prueba a la razón humana, descubrir cuál era su alcance y determinar hasta dónde nos conduce. Para ello hacía uso de una incansable batería de preguntas e interrogaciones a los buenos ciudadanos de Atenas, cuestionándoles acerca de la virtud y el conocimiento.
Sócrates, un tanto harto del relativismo gnoseológico y ético de los sofistas, y confiado en las posibilidades de la razón (aunque al mismo tiempo consciente de sus posibles limitaciones), quería sentar firmemente la raíz de un conocimiento verdadero y una conducta ética adecuada. En otro momento, quizá, nos centraremos en este último punto, así como la noción socrática de Dios; ahora nos dedicaremos a su método de conocimiento, y en concreto, a la mayéutica.
El método socrático procede, en base a una serie de preguntas y respuestas, a hallar definiciones que puedan considerarse universales, más allá de las opiniones (dóxai) de los sofistas, definiciones que perduren y sean por todos aceptadas. El procedimiento parte de los casos concretos de la experiencia; a continuación se detecta en dichos casos algunos puntos o aspectos similares en todos ellos, para finalmente extraerlos y reunirlos bajo la forma de un concepto. Este concepto, que pretende ser universalmente válido, determina lo que son las cosas, un saber permanente acerca de las mismas. Por ejemplo, si conseguimos obtener una definición universal de justicia, entonces dispondríamos de un concepto seguro y fiable que sirviera tanto para juzgar actos individuales como decisiones y códigos morales de otros lugares y Estados.
Para lograr este concepto universal se precisa de una larga conversación y discusión entre hombres (la dialéctica), porque esta dialéctica es la que nos brinda qué hay de común en los pensamientos variopintos de las distintas personas. Partiendo de unas nociones más bastas de lo que pretendemos saber (por ejemplo la definición de bien, virtud, etc.) nos acercamos lentamente hasta otra mejor. Dado que este razonamiento parte de los ejemplos concretos de nuestra experiencia y se eleva hasta lo universal, desde lo menos hasta lo más perfecto, este tipo de proceder socrático suele denominarse razonamiento inductivo.
Según Sócrates, por lo tanto, la tarea de la dialéctica (y, por extensión, de la ciencia) es alcanzar los conceptos generales por medio de comparación entre hechos particulares. El procedimiento aboga, en definitiva, por llevar al sujeto al descubrimiento de la verdad, una verdad interna, que sale a la luz (mayéutica) gracias a una inteligente sucesión de preguntas y respuestas. Dice Sócrates, según Platón, en el Teeteto (150): “Lo mejor del arte que practico es, sin embargo, que permite saber si lo que engendra la reflexión del joven es una apariencia engañosa o un fruto verdadero”. Pero Sócrates no afirma nada, sino tan sólo interroga, pues Sócrates se confiesa ignorante (su famosa cita sobre el saber...). La intención, más incluso que alcanzar un saber determinado, es liberar al sujeto de una situación en la que él cree saber pero que, en realidad, no es así. Sócrates no enseña nada, sino que extrae del interior de cada uno de nosotros los conocimientos para, así, poder juzgar si nuestras respuestas son o no adecuadas. Por lo tanto, la mayéutica descubre que el fundamento del saber radica en nosotros mismos, al que accedemos en virtud del diálogo. (Son evidentes, también, las conexiones entre esta noción socrática y la teoría de la anámnesis platónica, que ya vimos en otra ocasión)
La palabra mayéutica designaba, en origen, el arte de las comadronas de dar a la luz a las parturientas (la madre de Sócrates, según dice su alumno Platón, era precisamente una de estas comadronas). La analogía con su aplicación a la filosofía es curiosa. Las comadronas ayudan a dar a luz hijos que ellas no han engendrado, sino que se hallan en la matriz de otras mujeres. De la misma forma, Sócrates, interrogando a sus interlocutores, “da a luz” ideas que, afirma, no proceden de él, sino que residían en la mente de aquellos, pese a que ellos mismos desconocen su existencia.
De aquí parte también el sentido de su frase, grabada en el frontón del templo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. Hay que descender hasta nuestras interioridades más profundas y extraer de ellas, mediante el diálogo con nuestro espíritu, las verdades permanentes.
Hoy, por desgracia, son pocos quienes siguen el consejo y el método socrático. Dejamos que sean los demás, los otros, quienes nos digan y expongan las verdades trascendentales para nuestra vida. A veces proceden, esas voces sustitutorias de la nuestra, de la enseñanza; otras, de los medios de comunicación; otras más, de instituciones gubernamentales; y aún hoy, de salmos y textos sagrados proclamados desde púlpitos parroquianos. Dejamos que los demás nos descubran la realidad, el sentido y la verdad. Quizá por pereza, inercia o extravío, pero con la total carencia de espíritu reflexivo que propugnaba, 2.500 años atrás, la mayéutica del buen Sócrates, cuya agonía tras beber la cicuta debe servirnos para regresar a ese “Conócete a ti mismo”, a un desnudar íntimo de las verdades y una aproximación, por esforzada y difícil que sea, a la propia realización personal.
12.2.09
Conceptos y términos: "Hermenéutica"
El término “Hermenéutica”, tal y como lo conocemos hoy, tiene detrás una larga historia filosófica. Se trata de un vocablo procedente del griego hermeneia, que significa expresión, explicación o, según la aceptación actual, interpretación (o, más correctamente, interpretación orientada a la comprensión) textual. El propósito de la hermenéutica es, pues, servir de auxilio en la tarea comprensiva de un texto.
Ya Platón mencionaba la hermenéutica como el método de interpretación de oráculos o designios divinos, y su discípulo Aristóteles, más centrado en el análisis del lenguaje, la consideraba primordial en el entendimiento de los elementos del discurso. Más tarde la escuela estoica vio en ella una herramienta para interpretar los mitos, con el fin de obtener su significación racional, si es que la poseía. Ya en la Edad Media Boecio la concebiría como conexión o referencia entre el signo lingüístico y el concepto que representa, y fue base fundamental también para la exégesis de los textos bíblicos, llevada a cabo desde púlpitos cristianos y judíos. Desde esta perspectiva puede realizarse una hermenéutica literal o una simbólica (aquella, la primera, que efectúa un estudio textual lingüístico, y, la segunda, que se centra en la significación oculta del mismo, buscando un sentido allende lo propiamente literal del texto). Tras esta nacen otras hermenéuticas, de carácter menos sagrado y cuya función es establecer la comprensión de los escritos de la Grecia y Roma clásicas, amén de las centradas en los pormenores de la Historia y el Derecho.
La hermenéutica filosófica no llegará a la edad adulta hasta Friedrich Scheleiermacher, en el siglo XIX, quien tratará de fundamentarla teóricamente y la entenderá como una reconstrucción textual, no sólo con el propósito de entenderlo, sino de refundarlo, y de captar su sentido total. Wilhelm Dilthey, por su parte, concebirá la interpretación como comprensión asentada en la conciencia histórica, ya que sólo así podremos captar mejor a un autor, su obra y su época. Incluso ve Dilthey que el acto comprensivo constituye, gracias al sentimiento vivo que produce en nosotros, el fin último de cualquier discernimiento intelectual, porque penetramos y recreamos ese sentimiento que ya produjo en su autor con anterioridad.
Para Martín Heidegger la hermenéutica brinda, no ya un conocimiento que descansa en un proceso cognoscitivo al uso, sino que permite por sí misma lograr cualquier tipo de conocimiento, por lo que aquella se transforma en un modo de ser. Es decir, existe una profunda analogía o correspondencia entre hermenéutica y ontología, entre comprensión y ser, por medio del lenguaje. Hans Georg Gadamer hará hincapié en esta triple conexión, señalado asimismo que Schleiermacher se equivocó en su noción del intérprete, pues éste no debe sustituir al autor del texto para alcanzar la comprensión, sino que debe tratar de lograrla mediante una fusión de horizontes históricos, una especie de comunión transhistórica del sentido, porque todo hombre es un ser en situación, en una circunstancia (histórica) determinada, que limita y condiciona nuestra perspectiva de las cosas. Superar este obstáculo del entendimiento es capital para comprender y madurar el significado de lo que interpretamos.
Paul Ricoeur, por último, en busca de este sentido último nos introduce en el grupo de filósofos que él denomina “maestros de la sospecha” (Marx, Nietzsche y Freud), quienes apuntaron el rostro falaz y disfrazado con el que se nos presenta una falsa realidad que ha tergiversado el sentido, revelando que la verdad suele mostrarse invertida o manipulada. Así, por ejemplo, Friedrich Nietzsche (quien, por cierto, señaló que no existían los hechos, sino interpretaciones de ellos), evidenciaba la inversión de los valores en nuestra sociedad actual respecto a los clásicos, y Sigmund. Freud, pionero en la interpretación de los sueños, apunta a un encubrimiento de nuestras “pulsiones inconscientes reprimidas”.
Existen otro tipo de hermenéuticas actuales: por ejemplo, la hermenéutica conectada a la crítica ideológica (cuyos modelos son Jürgen Habermas y K.O. Apel, especialmente); la hermenéutica teológica, la hermenéutica de la historia, o una hermenéutica jurídica. En todas ellas subsiste, pese a sus diferentes enfoques, el deseo hermenéutico básico de entender la dimensión del sentido de los textos, su idiosincrasia, a veces refundándolos, otras fusionando circunstancias históricas, otras rememorando el sentimiento que la producción de ese texto produjo en su creador.
Pero, en ocasiones, tal vez el placer del discurrir de las palabras, no gracias a su sentido, sino a su fluir en nuestra mente, a su belleza, nos lleve a cotas de ‘comprensión’ que la hermenéutica, entendida como ciencia interpretativa, no está en condiciones de alcanzar. Y eso es, quizá, lo más valioso.
Ya Platón mencionaba la hermenéutica como el método de interpretación de oráculos o designios divinos, y su discípulo Aristóteles, más centrado en el análisis del lenguaje, la consideraba primordial en el entendimiento de los elementos del discurso. Más tarde la escuela estoica vio en ella una herramienta para interpretar los mitos, con el fin de obtener su significación racional, si es que la poseía. Ya en la Edad Media Boecio la concebiría como conexión o referencia entre el signo lingüístico y el concepto que representa, y fue base fundamental también para la exégesis de los textos bíblicos, llevada a cabo desde púlpitos cristianos y judíos. Desde esta perspectiva puede realizarse una hermenéutica literal o una simbólica (aquella, la primera, que efectúa un estudio textual lingüístico, y, la segunda, que se centra en la significación oculta del mismo, buscando un sentido allende lo propiamente literal del texto). Tras esta nacen otras hermenéuticas, de carácter menos sagrado y cuya función es establecer la comprensión de los escritos de la Grecia y Roma clásicas, amén de las centradas en los pormenores de la Historia y el Derecho.
La hermenéutica filosófica no llegará a la edad adulta hasta Friedrich Scheleiermacher, en el siglo XIX, quien tratará de fundamentarla teóricamente y la entenderá como una reconstrucción textual, no sólo con el propósito de entenderlo, sino de refundarlo, y de captar su sentido total. Wilhelm Dilthey, por su parte, concebirá la interpretación como comprensión asentada en la conciencia histórica, ya que sólo así podremos captar mejor a un autor, su obra y su época. Incluso ve Dilthey que el acto comprensivo constituye, gracias al sentimiento vivo que produce en nosotros, el fin último de cualquier discernimiento intelectual, porque penetramos y recreamos ese sentimiento que ya produjo en su autor con anterioridad.
Para Martín Heidegger la hermenéutica brinda, no ya un conocimiento que descansa en un proceso cognoscitivo al uso, sino que permite por sí misma lograr cualquier tipo de conocimiento, por lo que aquella se transforma en un modo de ser. Es decir, existe una profunda analogía o correspondencia entre hermenéutica y ontología, entre comprensión y ser, por medio del lenguaje. Hans Georg Gadamer hará hincapié en esta triple conexión, señalado asimismo que Schleiermacher se equivocó en su noción del intérprete, pues éste no debe sustituir al autor del texto para alcanzar la comprensión, sino que debe tratar de lograrla mediante una fusión de horizontes históricos, una especie de comunión transhistórica del sentido, porque todo hombre es un ser en situación, en una circunstancia (histórica) determinada, que limita y condiciona nuestra perspectiva de las cosas. Superar este obstáculo del entendimiento es capital para comprender y madurar el significado de lo que interpretamos.
Paul Ricoeur, por último, en busca de este sentido último nos introduce en el grupo de filósofos que él denomina “maestros de la sospecha” (Marx, Nietzsche y Freud), quienes apuntaron el rostro falaz y disfrazado con el que se nos presenta una falsa realidad que ha tergiversado el sentido, revelando que la verdad suele mostrarse invertida o manipulada. Así, por ejemplo, Friedrich Nietzsche (quien, por cierto, señaló que no existían los hechos, sino interpretaciones de ellos), evidenciaba la inversión de los valores en nuestra sociedad actual respecto a los clásicos, y Sigmund. Freud, pionero en la interpretación de los sueños, apunta a un encubrimiento de nuestras “pulsiones inconscientes reprimidas”.
Existen otro tipo de hermenéuticas actuales: por ejemplo, la hermenéutica conectada a la crítica ideológica (cuyos modelos son Jürgen Habermas y K.O. Apel, especialmente); la hermenéutica teológica, la hermenéutica de la historia, o una hermenéutica jurídica. En todas ellas subsiste, pese a sus diferentes enfoques, el deseo hermenéutico básico de entender la dimensión del sentido de los textos, su idiosincrasia, a veces refundándolos, otras fusionando circunstancias históricas, otras rememorando el sentimiento que la producción de ese texto produjo en su creador.
Pero, en ocasiones, tal vez el placer del discurrir de las palabras, no gracias a su sentido, sino a su fluir en nuestra mente, a su belleza, nos lleve a cotas de ‘comprensión’ que la hermenéutica, entendida como ciencia interpretativa, no está en condiciones de alcanzar. Y eso es, quizá, lo más valioso.