31.1.09

Hambre y amor

"Muy poco, demasiado poco se ha hablado hasta ahora del hambre. Y ello a pesar de que en seguida se ve que este aguijón posee un carácter muy originario o primario. Porque una persona sin alimento perece, mientras que sin el placer amoroso puede sobrevivir largo tiempo. Y mucho más fácilmente aún se puede vivir sin satisfacer el instinto de dominación, y mucho más todavía sin retornar al inconsciente de antepasados que vivieron quinientos mil años atrás. Pero el parado que se viene abajo, que no ha comido hace días, nos conduce verdaderamente al lugar más acuciante de siempre en nuestra existencia haciéndolo visible. La compasión con los hambrientos es, de siempre, la única compasión extendida, más aún, la única susceptible de extenderse. La joven, y menos aún el hombre, que penan por el amor no despiertan compasión, mientras que el clamor del hambre es, sin duda, el más fuerte, el único que nos llega sin ambages. Al hambriento se le cree su desgracia; el que se muere de frío, el mismo enfermo, para no hablar ya de los enfermos de amor, causan la impresión de un lujo. Incluso el ama de casa de corazón de piedra olvida, dado el caso, el rencor de su avaricia al ver al mendigo comerse la sopa que le ha dado. Aquí, no hay duda, se muestran con claridad -ya en la compasión corriente- la necesidad y sus deseos. El estómago es la primera lamparilla a la que hay que echar aceite. Sus ansias son tan precisas, su instinto tan inevitable, que ni siquiera pueden ser reprimidos por mucho tiempo".

Ernst Bloch, "El principio esperanza", Aguilar, Madrid, 1977

20.1.09

La teología de Rousseau, según Russell



La famosa obra "Historia de la Filosofía Occidental", del brillante pensador británico Bertrand Russell, contiene un análisis de las nociones teológicas del francés Jean Jacques Rousseau, de quien (seguramente) vamos a hablar en más ocasiones aquí, en muchas otras de sus contribuciones filosóficas, políticas y sociales.

La crítica de Russell parte de reconocer a Rousseau como precursor del romanticismo. Esto supone, naturalmente, rebajar la relevancia de la razón como guía para comprender, o solucionar, los problemas filosóficos y engrandecer la del sentimiento, la virtud romántica por antonomasia. Russell asocia esta forma de afrontar la realidad, en el caso de la teología, a los protestantes, y la compara con la llevada a cabo por la tradición filosófica, que siempre brindaba "argumentos", fueran o no convincentes, para tratar de demostrar (o rebatir) la existencia de Dios por medios racionales.

Rousseau lo explica así: "A veces en la soledad de mi gabinete, apretándome los ojos con las manos o en la oscuridad de la noche, estoy convencido de que no hay Dios. Pero mirad a lo lejos: la salida del Sol, cuando dispersa las nieblas que cubren la Tierra y pone entre nosotros el maravilloso esplendor del escenario natural, disipa en un momento todas las nubes de mi alma. Hallo a mi Dios de nuevo, y a mi fe y mi creencia en él. Yo le admiro y la adoro y me postro ante Su presencia".

De la noción 'sensible' de Dios se deriva, primero, que sea siempre algo personal: la creencia arrigada sólo permite seguirla a quien la siente así, pero no demuestra a los demás su conveniencia. También supone que para alcanzar unas normas de conducta adecuadas no debemos atender a la razón, sino a nuestra propia conciencia: "Yo no deduzco estas normas de los principios de la alta filosofía, sino que las encuentro en las profundidades de mi corazón, escritas por la Naturaleza en caracteres imborrables", dice Rousseau. Podemos colegir aquí un cierto desdén del filósofo francés hacia la moral imperante en su sociedad, signo también idiosincrásico del movimiento romántico que está por llegar.

Russell señala que hay dos objeciones principales a la práctica de basar las creencias relativas a los "hechos objetivos" en las emociones del corazón. La primera es que no existen motivos razonables para sospechar que esas creencias son ciertas, pues no todos los corazones humanos dicen que lo correcto, o lo verdadero o real ,es la misma cosa. La segunda, ya señalada, es que corresponde únicamente a una percepción (o apreciación) personal. "Por muy ardientemente que yo, o toda la Humanidad, pueda desear algo, por necesario que pueda ser a la felicidad humana, no hay razón para suponer que ese algo exista", afirma Russell, quien acto seguido concluye así su crítica a la teología rousseaniana:

"Por mi parte prefiero el argumento ontológico, el cosmológico y los demás de la vieja serie a la ilogicidad sentimiental que ha brotado de Rousseau. Los antiguos argumentos eran, al menos, serios; si eran válidos probaban su objeto, si no lo eran quedaba a la crítica la posibilidad franca de demostrar que eran falsos. Pero la nueva teología del corazón prescinde del razonamiento: no puede ser refutada porque no se propone probar sus puntos. En el fondo, la única razón que se señala para su aceptación es que nos permite entregarnos a sueños agradables. Ésta es una razón indigna...".

Ahora bien, y aceptando en general los azotes de Russell a la teología natural de Rousseau como razonables, hemos subrayado arriba la expresión "hechos objetivos", con la intención de recalcar que la noción (o, mejor, el sentimiento de) Dios, no es, precisamente, un hecho objetivo. Es decir, las emociones del corazón poco (o nada) útiles ni convenientes serán cuando las aplicamos, en efecto, a "hechos objetivos": es absurdo querrer con todas tus fuerzas que, lanzándote monte abajo, no terminarás hecho pedazos en el lecho del río. Esto es un "hecho objetivo", y ante ellos el sentimiento posee escasa fuerza. Pero cuando nos hallamos en el terreno de las creencias, del sentimiento puro ante realidades (tal vez inexistentes, pero que en todo caso producen dichos sentimientos) no aprehensibles por medios racionales, entonces la teología natural de este filósofo francés (a quien, por cierto, Russell menta, por sus ideas, como precedente de Hitler...) no carece de todo sentido.

Naturalmente puede hacerse una aproximación filosófica (y, en consecuencia, racional) al tema de Dios; de lo contrario, toda la filosofía del hecho religioso, abundante y fructífera, hubiera sido en vano. Y en ese contexto sí puede exigirse, o por lo menos atender a, razones y argumentaciones en contra o en pro de su existencia. Pero una muy otra cuestión es la de desdeñar el sentimiento religioso cuando se disfruta y se aprecia como sólo eso, sentimiento, emoción o intuición. Parece, entonces, que ese árido racionalismo de la segunda mitad del siglo XVIII, contra el que precisamente "combatió" Rousseau, haya impregnado de nuevo el panorama filosófico contemporáneo, tratando de hallar siempre la etiqueta de 'razón' a cualquier experiencia que la vida pueda deparar a la especie humana.

5.1.09

Berkeley y la obediencia pasiva



"Obediencia pasiva". Así se titulaba una de las obras del obispo anglicano George Berkeley (1685-1753), quizá de las menos conocidas de su amplio e importante repertorio filósofico. Berkeley se inserta en el mejor empirismo de las islas, procedente en buena parte de Locke, a quien sin embargo criticará porque, según aquel, su empirismo desemboca en el ateísmo y el escepticismo. Dada su orientación religiosa, Berkeley tratará naturalmente de combatir, eliminándolas, ambas.

Berkeley sostiene que sólo el idealismo permite alcanzar una honestidad intelectual con el empirismo que profesa. El idealismo berkeliano (todo idealismo, por cierto, parte de considerar que la realidad tiene una naturaleza mental, o que sólo las ideas son el verdadero ser, y que posteriores realidades deberán ser demostradas) entiende también que sólo existen nuestras ideas, y que las cosas percibidas son únicamente sensaciones. No existe, sin embargo, nada remotamente similar a la materia como tal (de ahí que la postura de Berkeley sea llamada "inmaterialismo"), porque de lo contrario dichas sustancias corporales serían la causa de nuestras ideas y sensaciones. Y para el británico, en efecto, no hay "objetos que se perciben" y las "causas que los producen", sino sólo dichos objetos y la "mente que los percibe". "Esse est percipi", es decir, ser es ser percibido (aunque, algo jocosamente, Politzer refutaba este principio de Berkeley auspiciándole para que lo demostrara "poniéndose delante de un camión"...).

Este último (y algo farragoso) párrafo nos sirve porque de él pueden derivarse, como deriva el mismo Berkeley, algunas conclusiones interesantes. Primero, Dios no es una idea, sino un espíritu, al que no conocemos por medio de sensaciones, sino gracias a que observamos una regularidad en el mundo percibido. Esa regularidad no puede ser producto de nuestra mente, ni de la misma materia exterior; así, sólo resta Dios, el agente causal absoluto de nuestras ideas. El mundo no es más que un conjunto de sensaciones impuestas por Dios.

En segundo lugar, si no hay materia, todo el edificio científico, visto como una certidumbre, se derrumba, pues sólo es capaz de proporcionar 'hipotésis' sobre el mundo, que pueden resultar provechosas para asuntos matemáticos o lógicos pero que están lejos de suponer un reflejo fiel de la verdadera naturaleza o estructura de la realidad. Ésto último sólo lo proporciona, desde luego, la autoridad que conocemos como Dios, afirma Berkeley.

Y, por último, y éste es el motivo de esta nota y del título de la misma, si nuestra mente es realmente un sistema pasivo que únicamente recibe, percibe, pero que no crea ni discrimina, entonces el hombre sólo puede ser feliz, únicamente logrará este estado, no por sí mismo, basándose en su juicio personal, sino adaptando, aceptando y sometiéndose pasivamente a las leyes establecidas. Es, en pocas palabras, la obediencia pasiva ante el poder. Nuestra resistencia, la desobediencia civil (que tanto promulgará, por ejemplo, el bueno de Thoreau) son formas equivocadas de proceder. No hay que resistirse ante Dios (o, en su defecto, ante el Estado).

Por lo tanto, toda esta epistemología berkeliana está orientada hacia el manteniento del poder establecido, de las leyes y formas sociales reinantes que controlaban los demás estamentos. Critica Berkeley a los laicos y a los que creen en el determinismo causal, además de los escépticos y materialistas, porque son una fuente de subversión ante la moralidad y las 'costumbres' constituidas.

A los Estados les atrae este tipo de ciudadanos que promulga Berkeley. Gente pasiva que reciba los mandatos, los acate sin examinarlos críticamente y se sienta parte integral de un sistema en el que cree jugar un papel para su buen funcionamiento. Pero es precisamente la vertiente opuesta, la del ciudadano con criterio ante dicho funcionamiento, el que supone algo más que una simple pieza más en el engranaje social. Los primeros son ciegos autómatas, que no hablan ni oyen; los segundos, elementos activos de una estructura que debe a los inconformistas su propia evolución y mejora.

Quizá Berkeley ignoraba, o no deseaba reconocer, que son justamente esos sujetos que se dignan a darle la espalda a ciertas convenciones, reglas y mandatos los que convierten el mismo estado, en el que también conviven, en un sistema más abierto, tolerante y responsable. Incluso, extremando la tesis, son los mismos enemigos de la pasividad los que eliminan dogmas, actos de fe y prejuicios, partes vitales de ciertos grupos de poder con tintes religiosos. Tal vez el Estado necesite a los autómatas para su buen desarrollo, pero de lo que no cabe duda es que sin los sujetos activos estaría destinado a morir, y muy prematuramente.