Cualquiera de nosotros necesita cierto grado de independencia: independencia de juicios, de personas, de sentimientos, e incluso de valores. No todos somos iguales, obviamente, y nuestras exigencias y deseos humanos difieren notablemente de unos a otros. De lo que se trata es, sin más, de que cada uno de nosotros se sienta, al menos hasta un mínimo grado, autodominado, libre ante temores, falsedades o vínculos. Es decir, la independencia (y la libertad asociada a ella) nacen de (o nos dirigen hacia) nuestra pretensión de ser nosotros mismos, de guiar nuestra existencia sobre el camino que elegimos porque, sencillamente, ése es el que queremos seguir. No se trata de recharzar consejos, ideas o apoyos de los demás, sino de tener en nuestras propias manos la decisión última.
Que necesitemos y busquemos (o debamos hacerlo) la verdadera independencia ante el mundo y los demás no significa, por supuesto, que sea deseable una independencia absoluta. Es más, dicha independencia absoluta es, en sí misma, imposible de alcanzar. Así lo entiende Karl Jaspers cuando escribe que: "En el pensamiento dependemos de la intuición, que tiene que sernos dada; en la vida dependemos de otros, ayudando a los cuales y siendo ayudados por ellos es únicamente posible nuestra vida.". Por lo tanto, nos resulta inalcanzable una completa autonomía completa de pensamiento o acción. Esto se debe a que cada uno de nosotros se supedita al otro, a otro igual, puesto que con él alcanzamos la plenitud como ser humanos. Lo que esto significa es que la independencia total, que quizá anhele algún ermitaño solitario o un ser aberrante, no existe. Y si no existe, lógicamente, es inalcanzable.
Luego todo ser humano debe abrirse a otros iguales, pues de lo contrario no es él mismo, no es nada, en realidad. Por muy solitarios que seamos, por mucha emancipación de los otros que creamos tener, los necesitamos. Aunque fuera tan sólo uno, otro ser humano, con quien viviéramos toda la existencia, ése ser es el que nos daría nuestro propio designio como personas. Solos, en efecto, verdaderamente solos, no somos nada.
No obstante, maticemos. Porque aunque sepamos que no podemos llegar a una independencia absoluta, tal circunstancia no debe eximirnos, en absoluto, de no tratar de disfrutar de la mayor independencia posible.
Esto viene a cuento porque un superficial, aunque quizá algo eclético, vistazo a la sociedad en que vivimos nos insinúa una, tal vez, excesiva dependencia de los demás, de sus opiniones, de sus valoraciones, juicios y decisiones. Quiero decir que en bastantes ocasiones tendemos a dejarnos llevar por otros, y si aspiramos a un control, por endeble que sea, de nuestra propia existencia, es más bien lo contrario aquello que debemos buscar con ahínco. Por lo tanto, no renunciemos a los demás, pero también, y sobretodo, no renunciemos a nosotros mismos, a ser los actores principales de nuestra vida. No dejemos, en suma, que otros vivan por nosotros.
Esto no implica, según ya se advierte, que sea beneficioso un ermitañismo radical, que renunciemos a las gentes o nos evadamos de la realidad, en absoluto. Como humanos, nos es tan precioso el apoyo mútuo entre iguales que desechar éste convertiría a nuestra existencia en una completa falta de sentido. Pero todos debemos reconocer que una independencia y una libertad de que nos separe, siquiera mínimamente, en juicios y acciones de estos iguales es, no sólo deseable, sino imprescindible. Porque, de esta manera, estamos en disposición de cimentar nuestra vida sin sometimientos ni docilidades.
Tal independencia, ¿ante quién o qué cabe esgrimirla? En nuestra vida diaria, y en materia de pensamiento, podríamos solicitarla ante dogmas religiosos, ante afirmaciones políticas, inclinaciones periodísticas, o ante las enseñanazas obligatorias, por mencionar sólo unos pocos ejemplos. Y, sin embargo, lo deseable sería que nuestra independencia fuera mucho más allá, o mucho más acá, si se quiere, porque cabría expandirla de modo que alcanzara todas y cada una de nuestras decisiones y determinaciones, en nuestro día a día, y desde que llegamos a cierta edad, a partir de la cual nuestra personalidad puede verse muy influida por otras. Me explico con un ejemplo prosaico, tomado de mi (no tan lejana) adolescencia.
Cuando tenía quince años, yo y un grupo de amigos solíamos ir, como muchos otros, en bicicleta, al cine, paseando por la calle o echando piropos a las chicas. Eran cosas típicas de la pubertad, todas ellas realizadas porque se trataba de actividades que nos gustaban. Si a alguien no hubiese disfrutado pedaleando (porque no sabía, porque le cansaba demasiado, porque...), sencillamente, no hubiese venido con nosotros. Le hubiéramos visto en otros ámbitos y haciendo otras cosas, con nosotros, pero no montado sobre una bici serpenteando entre coches por la ciudad a nuestro lado. El caso es que había un lugar al que todos nosotros, sin excepción, odiábamos: un lugar llamado discoteca. Con el tiempo, y tras el paso de los meses, nuestra determinación de no ir jamás a ese antro creció: sabíamos lo que era, qué nos podía ofrecer y cuánto significaba para otros juntarse allí, pero a nosotros todo ello no nos importaba. Pese a tener sólo quince años, ya había una evidente independencia ante los demás, una marcada determinación.
Sin embargo, esa independencia acabó quebrándose, y al fin, todos y cada uno de mis amigos, excepto yo mismo y otro compañero, que nos mantuvimos firmes e impertérritos, soltaron cuerda y terminaron yendo, y además gustosamente, a un lugar otrora aborrecido. ¿Qué sucedió? Hay muchas explicaciones posibles: cambio de gustos, dirán muchos, es la más razonable. Es obvio que en la pubertad uno ve tantos estímulos a su alrededor que es dificil no sentirse atraído por alguno de ellos en un momento dado, aunque tan sólo unos minutos antes ese estímulo no producía en tí el menor efecto. Y, no obstante, sigo creyendo, una década después, que lo que "falló" fue la carencia de la capacidad de la propia decisión. Quizá sea debido a otras causas, quién sabe, pero mi percepción es que, en una palabra, mis amigos se dejaron arrastrar, fueron engullidos por el gusto y la decisión de la mayoría. ¿Por qué no caí yo en tales redes? Ni lo sabía entonces ni ahora. En todo caso, mi decisión, inapelable, fue tomada; si para bien o para mal, ni lo sé ni me importa.
Y ahora, saliendo de la digresión, volvamos a Jaspers. Recordemos que la independencia total es imposible; si el hombre quiere aproximarse a ella en la posible medida no debe, en ningún caso, abandonar el mundo a sus semejantes, porque "ser independiente del mundo significa una relación peculiar con el mundo: estar en él y a la vez no estar en él, estando en él a la vez que fuera de él". Así lo ratifican las enseñanzas brindadas por los grandes pensadores, como Aristipo, Pablo, Lao Tsé, y los textos del Bhagavad-gita, que menciona Jaspers en su obra. Lo que todos ellos sugieren, en definitiva, es que una independencia sin vinculación alguna al mundo o a las personas que lo integran no tiene ninguna viabilidad. Necesitamos del mundo, de sus moradores, tanto como de la independencia. Como decía mil líneas atrás, gracias a los primeros llegamos a la segunda. Si alguien lograse un estado de independencia absoluta quizá no debería ser llamado, en propiedad, verdaderamente humano.
Por otra parte, la libertad absoluta es un término, de suyo, ambiguo, porque si llegásemos a poseer dicha libertad, consideraríamos "nuestra ideas como dogmas, sometiéndonos a ellos", con lo cual perderíamos toda libertad e independencia. Y, sin embargo, cuán deseable es tenerse a uno mismo por independiente, qué alegría sentimos al comprobar que actuamos y decidimos sin ligazones, sin que nadie ni nada nos sugestione o influya. Jaspers proporciona algunas directrices para tratar de alcanzar una independencia lo más alta posible en el terreno de la filosofía (aunque, en todo caso, no hay que tomarlas como rutas canónicas, sino como sendas posibles, pues de lo contrario nos veríamos liberados de la propia libertad, recordémoslo...). Tales directrices, ligeramente retocadas, podrían servir igualmente bien para nuestra vida diaria. Son éstas:
1) "No inscribirse en ninguna escuela, no tener ninguna verdad enunciable en cuanto tal por sí sola y única exclusivamente, hacerse señor de los propios pensamientos".
2) "No amontonar riquezas" culturales en vida, sino ahondar la propia cultura como movimiento.
3) "Pugnar por la verdad y la humanidad en una comunidad sin concesiones".
4) "Hacerse capaz de aprender a apropiarse todo lo pasado, de oír a los contemporáneos y de llegar a estar en franquía para todas las posibilidades".
5) "Y en cada caso y en cuanto soy este individuo sumirme en la propia historicidad, en esta procedencia, en esto que he hecho, tomando sobre mí lo que fui, llegué a ser y se me deparará".
6) "No cesar de progresar, a través de la propia historicidad, en el sentido de la humanidad en su intensidad y, con ello, del cosmopolitismo".
Es la opinión de Jaspers, tan criticable como cualquiera; pero parece razonable, en cualquier caso, que debamos seguir algunas de ellas si aspiramos a la independencia (a todo tipo de ella) en un grado verdaderamente humano. De lo contrario podemos observar a la independencia como con miopía, borrosa, como alterada en su propia esencia. Quien así procede (quizá, sin saberlo), está mirando las cosas sin formar en realidad parte de ellas, está inmerso en el devenir pero carece de mando, poder o decisión (y por lo tanto, de independencia y libertad verdaderas). En palabras de Jaspers, "se vive sin prevenciones, no se quiere hacer o ser nada especial. Se hace lo que se pide o lo que parece conveniente. El patetismo es ridículo [...]. No hay horizonte, ni lejanía, ni pasado, ni futuro que acojan esta vida que ya no espera nada, que sólo vive aquí y ahora".
Es decir, modernizando los términos (y acoplándonos a mi propio esquema del tema), una independencia fútil y apurada de fuerza conlleva una vida simple de decisión inconsciente, de disfrute trivial y carente de horizonte para el mañana. Ésa es la vida, precisamente, cuya independencia es más frágil, más fácilmente quebrable, más sencillamente manipulable y despedazable. Tal vez la solución, una de las (¿muchas?) posibles, sea trabajar para que nuestra libertad e independencia estén más allá de la historia y el ahora, de las modas y de las opiniones de conocidos. Pero si, por el contrario, aquéllas se unen a dichas modas, a las influencias de los demás y a lo que "se lleve", al sí o no irreflexivo, a una existencia que parece impelida por una fuerza no propia, como quizá le sucediera a mi amigo hace más de una década, entonces nuestro ser, nuestro propia vida individual, está amenazada.
Podemos tomar decisiones a la ligera, podemos actuar siguiendo a la instantánea intuición del momento, dejar que la espontaniedad nos diriga, y sin embargo, aunque parezcan modos de actuar muy poco razonados, conservamos sin duda aún las riendas de nuestra existencia. La conclusión a la que podemos llegar, directa y clara, tras todo este largo fárrago, es que nuestras acciones y decisiones, los actos que nos hacen como somos a cada momento, no deben dejarse en manos de otros, porque entonces, sencillamente, dejamos de ser nosotros mismos.
Una aproximación sencilla al interés humano por la historia del pensamiento, la ética y la metafísica
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6.7.07
¿Qué nos impulsa a filosofar?
A todos nos gusta filosofar, aunque lo hagamos de forma ocasional y poco intensa. De hecho, filosofamos a diario, casi sin darnos cuenta; la filosofía, pese a que a veces no la percibamos, o no percibamos que la empleamos, está presente en nuestras vidas de manera muy real. No en vano, es una de las llaves más preciadas que tenemos, si sabemos cómo utilizarla, para abrir puertas a soluciones que nos hacen más humanos y felices (sea esto último, la felicidad, lo que cada cual quiera), si bien esas soluciones no las aporta la propia filosofía, sino nuestro propio recorrer a lo largo de la vida. Ella sólo muestra, si acaso, el camino, la dirección, y nada más.
Todo esto es de sobra conocido: sabemos que la filosofía es importante (o, en caso contrario, debería serlo), que dota de sentido a nuestras búsquedas intelectuales y proporciona pautas útiles para entender y afrontar, casi a la manera de una psicología muy especial, los grandes problemas que hemos padecido y las grandes preguntas que nos hemos hecho desde siempre. Ahora bien, ¿por qué filosofamos, cuál es la razón de que la especie humana sienta la necesidad de filosofar, de dónde procede el estímulo que nos lleva hasta ella?
En las próximas líneas me ayudaré de las extraordinarias palabras de Karl Jaspers, vertidas en su obra (absolutamente ineludible y de una enorme relevancia intelectual) "La filosofía, desde el punto de vista de la existencia", para intentar responder, de alguna forma, a estas cuestiones.
Al preguntarnos de dónde nace el ansia o la necesidad de filosofar, los diferentes pensadores, aquellos que sintieron en ellos mismos dicha necesidad, han llegado a distintas conclusiones a lo largo de los siglos. Esto nos indica que puede haber un origen no unitario en el deseo de filosofar, es decir, que filosofamos por varios motivos. ¿Cuáles son?
Uno de ellos podría ser el asombro, como pensaba Platón: "El espectáculo de la bóveda celeste nos ha dado el impulso de investigar el universo. De aquí brotó para nosotros la filosofía, el mayor de los bienes deparados por los dioses a la raza de los mortales". Igualmente, Aristóteles sostenía que "la admiración es la que mueve a los hombres a filosofar". El hecho de asombrarse se relaciona en cierto modo, aunque no siempre, con la ignorancia: si bien podemos admirar algo comprendiéndolo a fondo, el sustrato del asombro parte del no saber. Sin embargo, ese asombro impele a conocer, a adquirir un conocimiento que sea satisfactorio en sí mismo, no emplado para otros fines. Las respuestas que obtenemos del conocimiento de qué es el mundo y de dónde surge no son útiles, pero sí valiosas en sí mismas, puesto que constituyen el puro saber.
Otro de los motivos por los que puede surgir la filosofía es la duda. Una vez conocemos lo existente, o quizá seguramente como consecuencia de ello, llega la situación de incertidumbre, el momento en que se reflexiona hasta dónde penetra en la realidad nuestro saber. En palabras de Jaspers, "las percepciones sensibles están condicionadas por nuestros órganos sensoriales y son [posiblemente, añado yo] engañosas o, en todo caso, no concordantes con lo que existe fuera de mí, independientemente de que sea percibido o en sí. Nuestras formas mentales son las de nuestro humano intelecto". Al iniciar la reflexión filosófica aprehendemos la duda, y forma ya parte de nosotros mismos. Esa duda, que debe ser radical, puesto que es la "fuente del exámen crítico de todo pensamiento", constituye el cimiento a partir del cual logramos "conquistar el terreno de la certeza".
Podemos considerar, asimismo, que el origen de la filosofía radica en el cerciorarse de "la propia debilidad e impotencia" (Epicuro). Es decir, nuestro filosofar arranca cuando experimentamos el fracaso, identificado como nuestra ineptitud ante las situaciones límites, a las que nos enfrentamos con escaso o nulo éxito (por ejemplo, la muerte, el padecimiento, la pena, la desconfianza ante el mundo, etc.). Nuestra sociedad actual, en bastantes aspectos deshumanizada y carente de valores, podría ser considerada, para algunos, como una de esas situaciones límite: es en este ambiente de desazón y desespero, en el que parece flotar una arraigada insatisfacción, donde brota la necesidad de una reflexión intelectual, un intento racional por "salir del estado de turbación en que parece estar sumida nuestra civilización". Estas últimas palabras de Jaspers, con más de medio siglo de vida, siguen hoy vigentes, quizá más que nunca.
Para Jaspers, estos tres motivos o causas del impulso por el filosofar se hallan integradas en una razón aún mayor, la de la necesidad humana de comunicación. Podríamos vivir en soledad completa, sin precisar de otros, si cada uno de nosotros tuviese la absoluta seguridad en nuestras convicciones y nuestro ser; ello, sin embargo, obviamente, no es posible, de modo que necesitamos una comunicación "de existencia a existencia", porque sólo en la comunicación se "realiza cualquier otra verdad, en ella sólo soy yo mismo, no limitándome a vivir, sino henchiendo de plenitud la vida".
De esta forma, podemos encontrar en el asombro, la duda y la conciencia de nuestra limitación humana ante el mundo una razón para filosofar, a la vez que puede surgir por la voluntad de comunicación, de compartir nuestras verdades o buscar otras nuevas. En último término, por lo tanto, y siguiendo a Jaspers, "toda filosofía impulsa la comunicación, se expresa, quisiera ser oída, porque su esencia está en la coparticipación, y ésa es indisoluble del ser verdad".
Esto nos lleva, para ir finalizando, a que la filosofía no es más que una búsqueda de la comunicación, un intento por abrir vías de conexión entre personas, desafiando la comunicación vacía y afanándose por encontrar la auténtica, la que sin duda experimentamos cuando nos lanzamos al intercambio de verdades personales, al ofrecimiento recíproco de sabiduría y a la manifestación de nuestro ser, haciendo partícipes de él a los demás.
En síntesis, al filosofar estamos penetrando en nuestra propia sustancia intelectual, haciendo uso de un don que pocas (o ninguna, en realidad) especies biológicas disponen, y lo que es aún más relevante, cuando damos salida a nuestra vena filosófica (pese a que sea, quizá, peripatética) estamos comunicando con la mayor hondura posible lo que somos, lo que nos importa y qué esperamos del prójimo. En una palabra, es filosofando cuando, también, nos convertimos en verdaderos seres humanos.
Todo esto es de sobra conocido: sabemos que la filosofía es importante (o, en caso contrario, debería serlo), que dota de sentido a nuestras búsquedas intelectuales y proporciona pautas útiles para entender y afrontar, casi a la manera de una psicología muy especial, los grandes problemas que hemos padecido y las grandes preguntas que nos hemos hecho desde siempre. Ahora bien, ¿por qué filosofamos, cuál es la razón de que la especie humana sienta la necesidad de filosofar, de dónde procede el estímulo que nos lleva hasta ella?
En las próximas líneas me ayudaré de las extraordinarias palabras de Karl Jaspers, vertidas en su obra (absolutamente ineludible y de una enorme relevancia intelectual) "La filosofía, desde el punto de vista de la existencia", para intentar responder, de alguna forma, a estas cuestiones.
Al preguntarnos de dónde nace el ansia o la necesidad de filosofar, los diferentes pensadores, aquellos que sintieron en ellos mismos dicha necesidad, han llegado a distintas conclusiones a lo largo de los siglos. Esto nos indica que puede haber un origen no unitario en el deseo de filosofar, es decir, que filosofamos por varios motivos. ¿Cuáles son?
Uno de ellos podría ser el asombro, como pensaba Platón: "El espectáculo de la bóveda celeste nos ha dado el impulso de investigar el universo. De aquí brotó para nosotros la filosofía, el mayor de los bienes deparados por los dioses a la raza de los mortales". Igualmente, Aristóteles sostenía que "la admiración es la que mueve a los hombres a filosofar". El hecho de asombrarse se relaciona en cierto modo, aunque no siempre, con la ignorancia: si bien podemos admirar algo comprendiéndolo a fondo, el sustrato del asombro parte del no saber. Sin embargo, ese asombro impele a conocer, a adquirir un conocimiento que sea satisfactorio en sí mismo, no emplado para otros fines. Las respuestas que obtenemos del conocimiento de qué es el mundo y de dónde surge no son útiles, pero sí valiosas en sí mismas, puesto que constituyen el puro saber.
Otro de los motivos por los que puede surgir la filosofía es la duda. Una vez conocemos lo existente, o quizá seguramente como consecuencia de ello, llega la situación de incertidumbre, el momento en que se reflexiona hasta dónde penetra en la realidad nuestro saber. En palabras de Jaspers, "las percepciones sensibles están condicionadas por nuestros órganos sensoriales y son [posiblemente, añado yo] engañosas o, en todo caso, no concordantes con lo que existe fuera de mí, independientemente de que sea percibido o en sí. Nuestras formas mentales son las de nuestro humano intelecto". Al iniciar la reflexión filosófica aprehendemos la duda, y forma ya parte de nosotros mismos. Esa duda, que debe ser radical, puesto que es la "fuente del exámen crítico de todo pensamiento", constituye el cimiento a partir del cual logramos "conquistar el terreno de la certeza".
Podemos considerar, asimismo, que el origen de la filosofía radica en el cerciorarse de "la propia debilidad e impotencia" (Epicuro). Es decir, nuestro filosofar arranca cuando experimentamos el fracaso, identificado como nuestra ineptitud ante las situaciones límites, a las que nos enfrentamos con escaso o nulo éxito (por ejemplo, la muerte, el padecimiento, la pena, la desconfianza ante el mundo, etc.). Nuestra sociedad actual, en bastantes aspectos deshumanizada y carente de valores, podría ser considerada, para algunos, como una de esas situaciones límite: es en este ambiente de desazón y desespero, en el que parece flotar una arraigada insatisfacción, donde brota la necesidad de una reflexión intelectual, un intento racional por "salir del estado de turbación en que parece estar sumida nuestra civilización". Estas últimas palabras de Jaspers, con más de medio siglo de vida, siguen hoy vigentes, quizá más que nunca.
Para Jaspers, estos tres motivos o causas del impulso por el filosofar se hallan integradas en una razón aún mayor, la de la necesidad humana de comunicación. Podríamos vivir en soledad completa, sin precisar de otros, si cada uno de nosotros tuviese la absoluta seguridad en nuestras convicciones y nuestro ser; ello, sin embargo, obviamente, no es posible, de modo que necesitamos una comunicación "de existencia a existencia", porque sólo en la comunicación se "realiza cualquier otra verdad, en ella sólo soy yo mismo, no limitándome a vivir, sino henchiendo de plenitud la vida".
De esta forma, podemos encontrar en el asombro, la duda y la conciencia de nuestra limitación humana ante el mundo una razón para filosofar, a la vez que puede surgir por la voluntad de comunicación, de compartir nuestras verdades o buscar otras nuevas. En último término, por lo tanto, y siguiendo a Jaspers, "toda filosofía impulsa la comunicación, se expresa, quisiera ser oída, porque su esencia está en la coparticipación, y ésa es indisoluble del ser verdad".
Esto nos lleva, para ir finalizando, a que la filosofía no es más que una búsqueda de la comunicación, un intento por abrir vías de conexión entre personas, desafiando la comunicación vacía y afanándose por encontrar la auténtica, la que sin duda experimentamos cuando nos lanzamos al intercambio de verdades personales, al ofrecimiento recíproco de sabiduría y a la manifestación de nuestro ser, haciendo partícipes de él a los demás.
En síntesis, al filosofar estamos penetrando en nuestra propia sustancia intelectual, haciendo uso de un don que pocas (o ninguna, en realidad) especies biológicas disponen, y lo que es aún más relevante, cuando damos salida a nuestra vena filosófica (pese a que sea, quizá, peripatética) estamos comunicando con la mayor hondura posible lo que somos, lo que nos importa y qué esperamos del prójimo. En una palabra, es filosofando cuando, también, nos convertimos en verdaderos seres humanos.